Tan simple como sencillo, tan cercano como cierto.
Apelo a ese niño interior que todos llevamos dentro y dejemos que haga lo que sabe hacer por naturaleza... aprender.
Cualquier cosa en pro de la verdadera felicidad, nuestra, de todos.
La experiencia, la vida, nos hace
pasar muchas veces por las dos caras del espejo donde continuamente nos miramos
y jugamos a entrar en ese otro mundo, que en ocasiones criticamos o, al menos,
se nos hace protagonista y genera nuestra intención de conocer más acerca de
él. Sin querer, aterrizamos de lleno en supuestos y contenidos, que en otras
ocasiones han suscitado en nosotros mismos críticas e interpretaciones
contrarias a las que la vida nos hace cambiar en otras circunstancias y tiempos.
Somos hijos de
una generación donde a la enfermedad se la castiga y persigue como si de una
terrible maldición se tratase; y por si eso fuese poco, nos enseñan a enquistar
esa enfermedad o paliar sus efectos para, como hacemos con las expresiones del
dolor, que ella o nosotros pasemos de largo sin obtener la información que,
gracias a ella, nos llega. Disponemos incluso de especialidades que persiguen y
aniquilan a los “bichos malos” que forman parte de las afecciones cuando, si
observamos a la sabia naturaleza, estos no aparecen y crecen en número si la
afección no lo precisa en ese justo momento para normalizar al organismo de la
mejor forma y lo más pronto posible para salvaguardar la vida del individuo (a
veces son alteraciones de lo que denominamos flora saprófita o habitual de los
tejidos).
En la naturaleza, cuando un animal
se lesiona en una persecución o en un salto, su intuición le hace guarecerse en
un sitio seguro y respetar el reposo suficiente para que los mecanismos
fisiológicos, idénticos a los de los humanos, restablezcan la funcionalidad de
las estructuras afectadas y le permitan la vuelta a la normalidad en el tiempo
aconsejado según su repercusión y curación. Nosotros, más evolucionados y
listos usamos los archiconocidos “anti-“(
Los terapeutas debemos acercarnos al
estereotipo de ser, ante el paciente, como un espejo, donde en cada sesión con
nosotros, aprenda de sí mismo lo mejor y lo máximo posible, saque sus
eficientes conclusiones de cómo le llega su enfermedad, cómo puede entenderla
mejor para evitarla y, sobre todo, cómo puede aprender a prevenirla si es que
es eso lo que verdaderamente desea. Esta propuesta choca de lleno con el modelo
que aun nos queda en muchas salas de espera, donde el sanitario es el protagonista
de las afecciones, el que triunfa si el paciente mejora y, lastimosamente, echa
la culpa fuera cuando esto no sucede.
No podemos ni debemos, como
sanitarios del nuevo siglo, atribuirnos los éxitos o fracasos de las
evoluciones de los pacientes, solo acompañarlos en sus afecciones, en sus roces
con la vida (física, mental y social) que es lo que llamamos los síntomas;
permitir que se vean, se conozcan, lo mejor posible y entiendan, cada uno en su
nivel de conciencia, la información de que la vida les aporta al margen de sus
repercusiones.
Puede también ocurrir que
esta afección sea leve, no suficiente para modificar nuestra actitud ni rebasar
esos llamados dinteles de tolerancia, pero si estos son dilatados en el tiempo,
o repetitivos sin haber formado “aprendizajes” o defensas específicas ante
ellos, también pueden llegar a ocasionar los mismos indeseables resultados.
Podemos visualizar la imagen donde se
aprecia en el lugar de la corona (zona 2-3), hacia las 7h, un signo de
“desvitalización”, al menos, sin entrar en más denominaciones o tecnicismos,
donde se aprecia una “itis” o zona inflamatoria… en respuesta a la afección
mantenida. Esta irá siempre en relación directa con la afección mantenida, el
tiempo de exposición o la capacidad de respuesta o adaptación en ese momento de
vida.